La vida como derecho fundamental de las personas
Silvana Esperanza Erazo Bustamante
Resumen: El derecho a la vida es uno de los Derechos Humanos Universales recogido y aceptado en todas las Constituciones Políticas y demás normas legales de
los diferentes países del mundo, así como en los Instrumentos Internacionales que libre y voluntariamente algunos países han integrado a sus respectivas legislaciones. Como ejemplo podemos
citar la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, la Convención Americana de los Derechos Humanos, entre otros, que garantizan el derecho
a la vida, como un derecho fundamental autónomo. El Derecho Internacional obliga a proteger la vida humana, desde la concepción, es decir, tanto antes como después del
nacimiento. Pues la evolución de la internacionalización de los derechos humanos alcanza mayor fuerza día a día y aceptación a nivel mundial. Es justamente el Derecho Internacional
uno de los principales promotores de los derechos humanos y de la protección de los individuos. El derecho a la vida constituye un valor supremo cuya titularidad corresponde a todos los
individuos de la especie humana y cuya violación es de carácter irreversible, ya que desaparece el titular de dicho derecho.
Palabras clave: derecho a la vida, derechos humanos, instrumentos internacionales.
Abstract: The right to the life is one of the Universal Human rights gathered and accepted in all the Political Constitutions and other legal procedure of the
different countries of the world, as well as in the International Instruments that it frees and voluntarily some countries have integrated to his respective legislations. Since example we can
mention the Universal Declaration of Human rights, the Letter of Fundamental Laws of the European Union, the American Convention of the Human rights, between others, which guarantee the right to
the life, as a fundamental autonomous right. The International Law forces to protect the human life, from the conception, that is to say, so much before like after the birth. Since the evolution
of the internationalization of the human rights reaches major force day after day and acceptance worldwide. It is exactly the International Law one of the principal promoters of the human rights
and of the protection of the individuals. The right to the life constitutes a supreme value which ownership corresponds to all the individuals of the human species and which violation is of
irreversible character, since there disappears the holder of the above mentioned right.
Keywords: right to the life, human rights, international instruments.
Sumario: I. Nota introductoria. II. El inicio de la vida del ser humano como fundamento para la protección penal. III. La vida como
derecho fundamental de las personas. IV. El derecho a la vida en los tratados internacionales. V. Bibliografía.
1. Nota introductoria
La vida ha sido considerada como el derecho de mayor significación en las sociedades civilizadas. Históricamente en la época de formación auroral de la
sociedad humana la vida fue considerada como un bien del que podía disponer el padre de familia en la forma que lo estimare conveniente. Es decir la persona no era titular de su vida y esta
circunstancia que a la luz de la civilización contemporánea resulta un hecho inadmisible, tuvo, en esas sociedades, connotaciones que decían relación con la economía, con el orden y con las
posibilidades de sobrevivencia. Prevaleció entonces la significación de los recursos que permitían la supervivencia, es decir los bienes materiales y especialmente los relativos a la
alimentación. De ahí que cuando en el núcleo familiar nacía una persona desprovista no solamente de las capacidades adecuadas para ayudar a la familia sino para valerse por sí misma era
lícito al padre y aun al jefe de esos clanes originarios privar de la vida a esos seres que en esa concepción se consideraban como una carga indeseable para la sobrevivencia del grupo. Con
el avance del tiempo la vida tiene otras connotaciones y ya, constituida en un valor inapreciable, sólo por razones de honor y de defensa, igualmente del orden social, era posible privar de la
vida a otro. Prevaleció la llamada ley del talión como medio de reparación de los daños inferidos a una persona. Lo que significa que si alguien privaba de la vida a otro existía el
derecho de quitar la vida al autor de ese acto. Como un rezago de estos tiempos primitivos, por excepción y por razones de mayor consideración y trascendencia, que en el fondo dicen
relación con el mantenimiento del orden social, en algunos pueblos se ha establecido en su derecho positivo la pena de muerte, como el recurso indispensable para mantener saneada la sociedad y
liberada del peligro de quienes atenten contra ella.
La penalística se ha dividido en dos grandes campos confrontacionales de quienes defienden la pena capital y quienes se oponen a ella rotundamente. El
principio rector se afinca en el criterio de que no es la severidad de las penas el remedio que pueda liberar a una sociedad del delito. Es la sociedad la que debe cambiarse para a través
de medidas terapéuticas o de rehabilitación evitar el aparecimiento del personaje delictivo. A este respecto Lombroso sustentó la teoría del delincuente nato "homo delinques", que se
sustentaba en la tara hereditaria que en su naturaleza traía el ser a través de una genética contra la que los recursos de la ciencia no tenían validez. En breves términos la complexión y
la configuración psicosomática del individuo denotaban su naturaleza delictiva. Esta teoría ha desaparecido por su inconsistencia científica pues se ha demostrado con los desarrollos
doctrinarios de validez científica de la Escuela Positivista y el pensamiento de Garófalo, Ferri, Beccaria que es la sociedad con sus desajustes y no la naturaleza ni la génesis humana la que
conforman el ser delictivo, circunstancial y modelable. Por lo que aconsejan revisar todos los sistemas de rehabilitación como medio de combatir el delito.
Consecuentemente en los códigos penales que desarrollan estos principios se configuran los mecanismos para tipificar los actos de transgresión como verdaderos
delitos y aplicar las sanciones que corresponden, en la diversa gama de posibilidades que su cometimiento permiten.
2. El inicio de la vida del ser humano como fundamento para la protección penal
La vida inicia en el momento de la concepción, esto es con la unión del óvulo con el espermatozoide, unión que da vida a una nueva célula que es el cigoto,
comenzando así el desarrollo embrionario. Esta nueva célula posee 46 cromosomas y un patrimonio genético único, diferente de sus progenitores, con capacidad autogobernable y
totipotencial; y, desde este momento, el ser que está por nacer, se acoge a la garantía constitucional de protección del derecho a la vida y su vulneración se encuentra sancionada por las leyes
penales de varios países.
Así, la mayoría de códigos penales contemplan al aborto como un delito contra la vida, con las excepciones que la misma ley establece. El aborto causa la
muerte de un ser humano, independientemente de cómo se la produzca. Por lo tanto, este ser merece la protección jurídico-penal, pues la vida humana es el más alto de todos los bienes
jurídicos y nuestras leyes castigan severamente su destrucción. La protección penal del bien jurídico no puede ser negada. Si nuestra Constitución y las demás Constituciones de
los diferentes Estados y los instrumentos internacionales protegen la vida del ser humano, como un derecho fundamental, esta protección se extiende hacia el nasciturus, pues éste es un ser humano
antes y después del nacimiento. El Derecho Penal, como norma sancionadora, punitiva, llamado a prevenir las conductas antijurídicas, protege la vida del que está por nacer a través de la
tipificación del delito de aborto. Así, el Código Penal ecuatoriano contempla la figura del aborto en el Título VI, “De los Delitos contra las Personas”, Capítulo I, “De los
Delitos Contra la Vida”. “El Derecho Penal no mantiene una relación de necesaria dependencia de los presupuestos que conforman el supuesto de hecho de sus normas respecto a otras
ramas del ordenamiento jurídico y por tanto se puede considerar que el status de persona comience antes, que la norma intervenga en un momento anterior ofreciendo una protección más
reforzada…”[1]
Numerosos estudios científicos demuestran que la vida comienza desde la concepción, como lo hemos afirmado anteriormente, por tanto el nasciturus alcanza protección
constitucional y es deber de los Estados proteger su vida. Esta protección se efectiviza en el momento que la ley penal contempla dentro de sus delitos al aborto. Sin embargo,
tratándose el aborto de un “homicidio contra el nasciturus”, la sanción impuesta a quien lo practica no es tan severa como la pena impuesta a quien comete homicidio en contra de un nacido.
La proporcionalidad de la pena deber ser una conditio sine qua non para hablar de justicia penal. A cada delito debe corresponder una pena proporcional a ese delito. Siendo el
aborto la supresión de la vida a un ser inocente e indefenso, las penas deberían ser similares a las establecidos para el homicidio, o más aún, para el asesinato; sin embargo es la misma ley la
que establece diferencias entre dar muerte a un ser que aún no nace y a un ser que ya ha nacido. ¿Dónde queda el principio constitucional de igualdad ante la ley?
Nuestra Constitución impone la protección del derecho a la vida, desde la concepción, es decir, reconoce que hay vida desde la fecundación del óvulo con el
espermatozoide, y de allí el presente mandato Constitucional. Nuestro Código Penal incrimina las conductas que atentan contra este derecho, es decir, de alguna manera tiende a
controlar la conducta de los asociados, buscando la armonía y la paz social. El Derecho Penal, por lo general, protege los bienes jurídicos mediante la imposición de penas a quienes atenten
o lesionen dichos bienes; se puede decir que el Derecho Penal es, al igual que la Constitución, garantista de derechos. Se reconoce que la vida inicia desde el momento de la concepción y
por tanto se reconoce, también, que el aborto es un delito que se encuentra tipificado en nuestro Código Penal y en la mayoría de códigos penales de los diferentes países. Y, sin embargo,
en el supuesto no consentido, de que la concepción no se produzca en el momento de la fecundación del óvulo y que no sea posible determinar, con exactitud, en qué momento se produce (como lo
consideran algunos autores), siempre debemos aplicar el principio indubio pro homine, esto es, en caso de duda se debe aplicar en el sentido más favorable al hombre. Es decir, la
interpretación de la ley, cuando sea posible interpretarla, debe garantizar el derecho a la vida del nasciturus y por tanto no permitir el aborto.
El respeto a la vida humana es una condición sine qua non para que las sociedades puedan funcionar dignamente. Al decir de Elio Sgreccia, el respeto de
la vida es, “el primer imperativo ético del hombre para consigo mismo y para con los demás”.[2]
Keith Moore y T.V.N. Persaud, indican que la vida o el desarrollo humano comienza en la fertilización, cuando el gameto masculino se une al gameto femenino para
formar una única célula llamada cigoto. Esta célula, con 46 cromosomas (23 masculinos y 23 femeninos), marca el inicio de cada uno de nosotros como seres únicos. Este nuevo ser humano
es capaz de dirigir su propio crecimiento y desarrollo, debido a que inmediatamente produce proteínas y enzimas humanas. Es un nuevo individuo que tiene el conjunto de cromosomas que
pertenecen a cada célula del cuerpo humano y que, pese a proceder a medias del padre y de la madre, es diferente a todas las células de cualquiera de los dos.
Vemos que la vida no es algo que se da por sí mismo, no existe por sí sola. Ésta comienza en el estado embrionario en donde aparece un nuevo ser, único,
irrepetible, autónomo, con un código genético propio, aunque todavía dependiente. Pues la vida no pasa por diferentes etapas donde vale más o menos, según la utilidad social del
individuo. La vida humana vale por esa dignidad intrínseca de la persona. Los derechos humanos son propios del hombre. Cada individuo nace con ellos, están allí desde que hay
vida humana y por los tanto todos y todas tenemos la obligación de respetarlos.
Como podemos evidenciar de lo anotado anteriormente, la protección del derecho a la vida es uno de los objetivos principales de los cuales se deben ocupar el sistema
internacional de derechos humanos. La vida de cada ser humano debe ser respetada desde la concepción, ya que aquí comienza ésta. La protección de la vida del no nacido y del nacido
debe ser un elemento clave de este sistema.
3. La vida como derecho fundamental de las personas
El derecho a la vida es una de las garantías constitucionales absolutas, el primer derecho, el más natural, por lo tanto una de las formas de garantizar este derecho
es la debida penalización para quienes intenten, siquiera, violentarlo. Del derecho a la vida depende la posibilidad de gozar y ejercer los restantes derechos. “El derecho a la
vida es un derecho humano fundamental, cuyo goce es un prerrequisito para el disfrute de todos los demás derechos humanos. De no ser respetado, todos los derechos carecen de sentido.
En razón del carácter fundamental del derecho a la vida, no son admisibles enfoques restrictivos del mismo”[3]
El derecho a la vida es un bien natural, que todos intuyen por instinto, es un derecho innato. El derecho a la vida constituye el soporte físico de los demás
derechos fundamentales, ya que si este derecho es violentado, desaparece el titular del mismo. Por lo tanto es deber del Estado proteger la vida humana frente a cualquier agresión de los
individuos y sancionar severamente a todas las personas que atenten contra este derecho.
El derecho a la vida, es el derecho a la propia existencia, física y biológica, de las personas naturales, es un derecho individual del que somos titulares todos los
seres humanos, derecho que está reconocido por los principales instrumentos de derechos humanos y por el Estado, por lo tanto, le compete a éste deberes muy importantes para conseguir que
el ejercicio efectivo de ese derecho no sea conculcado. Georg Hermes, manifiesta: “Al Estado, a través de sus instituciones, corresponde exclusivamente deberes de respeto y de
tutela, que presentan los rasgos de un deber negativo y positivo, respectivamente”[4].
En cuanto al deber negativo, el más importante que tiene el Estado, es el de respetar el derecho a la vida como valor objetivo de todos los individuos, sin
discriminación alguna. Por lo tanto el Estado jamás ordenará actos de violencia, maltrato, tortura, genocidios, asesinatos, o cualquier otro acto que atente contra los derechos de las
personas
En lo que se refiere al deber positivo, en la observación general N° 6, Artículo 6, adoptada por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, numeral 5., se
hace referencia al deber de los Estados Partes, en cuanto al derecho a la vida, cuando dice: “Además, el Comité ha observado que el derecho a la vida ha sido con mucha frecuencia interpretado
en forma excesivamente restrictiva. La expresión “el derecho a la vida es inherente a la persona humana” no puede entenderse de manera restrictiva y la protección de este derecho exige que
los Estados adopten medidas positivas. A este respecto, el Comité considera que sería oportuno que los Estados Partes tomaran todas las medidas posibles para disminuir la mortalidad
infantil y aumentar la esperanza de vida, en especial adoptando medidas para eliminar la malnutrición y las epidemias”
Al hablar del deber positivo del Estado, estamos frente al deber de la protección del derecho a la vida. Para ello utiliza los diferentes medios jurídicos,
como: leyes, órganos de administración de justicia o de protección de derechos. Pues, todas las sociedades civilizadas protegen la vida al amparo del Derecho. Por lo tanto, es también
deber del Estado castigar a los culpables que atentan contra los derechos fundamentales e imponerles las penas establecidas en el ordenamiento jurídico, como una de las medidas más eficaces para
lograr la protección de los bienes jurídicos.
“La preocupación más intensa en los últimos decenios se ha dirigido a establecer todos los mecanismos jurídicos y políticos posibles para garantizar el respeto a
esos derechos humanos y ha llevado a constitucionalizarlos, a convertirlos en preceptos del máximo rango normativo – aunque no siempre -, esto es, en derecho positivo”[5].
Como hemos dicho, el derecho a la vida es un derecho supremo, uno de los derechos humanos más importantes, reconocido positivamente por los ordenamientos jurídicos,
por las constituciones de la mayoría de países y por los tratados y convenios internacionales. El derecho a la vida es un derecho subjetivo, que corresponde a la persona misma y que
por tanto merece una absoluta protección; y dentro del término persona, se encuentra también el nasciturus. “Resulta absurdo negar carácter de persona a un ser humano, e igualmente
absurdo negar carácter de ser humano al que inicia, una vez concebido, el proceso de gestación, que culmina en el parto y que prosigue después de él hasta alcanzar las distintas etapas en que se
suele dividir la vida humana”.[6]
El derecho a la vida existe desde que hay vida misma y mientras ésta dura, en este transcurso podemos exigir que se respete ese derecho y que se dé las garantías
necesarias para impedir que cualquier acción u omisión vulnere o viole este derecho. Si consideramos el derecho a la vida desde una perspectiva biológica objetiva, tenemos que este derecho
no incluye otros derechos fundamentales como la libertad, el honor, la dignidad, la integridad física, la salud, la alimentación, la educación, etc., derechos que condicionan la calidad de vida;
pero que son sumamente importantes para vivir una vida digna, por lo tanto este “vivir” requiere de bienes, especialmente de carácter económico, “… se desprenden del derecho sustancial a la
vida una serie de derechos y garantías que van desde la salud hasta el medio ambiente”[7]
Como lo había indicado en líneas anteriores, el derecho a la vida, incluye su preservación, desde el inicio de la vida hasta su terminación. El tratadista
Carlos María Romero Casabona, al respecto, manifiesta: “De ahí también que sea del máximo interés determinar a partir de qué momento podemos afirmar su existencia y a partir de cuál tal vida
ha cesado, para conocer así al mismo tiempo hasta dónde ha de extenderse su respeto y su protección como derecho y, en su caso, como bien jurídico”.[8]
Todo ser humano tiene derecho a la vida y a la integridad física, desde su concepción, por lo tanto se exige a todo ser humano el respeto y protección de la vida, ya
que ésta constituye un derecho fundamental irrevocable, inviolable, sin excepción alguna. “Por eso, se señala que el período en que los derechos son patrimonio de la persona o del ser humano
abarcan desde el primer momento de su existencia hasta al último. El contenido de ese derecho comprende la vida física en su totalidad; de ahí el apelativo de la «integridad», porque ésta
pertenece por igual al derecho fundamental”[9]
La vida es un derecho fundamental, consagrado en las Cartas Magnas de los diferentes países, y en todas las legislaciones a nivel mundial, se trata de un derecho que
precede a los restantes derechos, ya que es la condición de posibilidad de los demás, debido a que si desaparece el titular del derecho a la vida, desaparece cualquier otro derecho posible.
Como decíamos, el derecho a la vida es inviolable, lo que significa que no se acepta excepción alguna; la inviolabilidad se relaciona con la ley que ampara jurídicamente este derecho y lo protege
frente a cualquier agresión de las personas o de la sociedad, es decir se tutela este derecho tanto en el área privada como en la pública, a fin de cubrir la dimensión personal referida.
Por tanto debe respetarse dicha inviolabilidad, pues el derecho a la vida está reconocido como un principio indiscutible, de lo contrario no podríamos hablar de un estado de derecho. “No
reconocer el valor del carácter universal de la vida humana equivaldría a negar la superioridad de la persona frente a los demás seres, que configuran su entorno”[10]. El derecho a la vida
abarca a todos los seres humanos sin distinción de raza, sexo, religión, posición política o económica o cualquier otra condición social. El derecho a la vida es universal y es el origen de
todos los demás valores humanos. Los demás derechos derivan del derecho a la vida que es el fundamental y está ligado directamente con la dignidad de las personas, ya que la dignidad es
base de todo derecho, en especial del derecho a la vida.
Podemos acotar que teóricamente se ha conseguido que se respete ese derecho a la vida ya que, como decíamos anteriormente, este derecho se encuentra consagrado en la
gran mayoría de leyes de todos los países del mundo, sin embargo, lamentablemente, en la práctica no se cumple, porque igualmente, existen un sinnúmero de actos (acciones u omisiones) tendientes
a vulnerar este derecho o a privar de la vida a los seres humanos. Entre uno de estos actos tenemos la legalización del aborto y la pena de muerte.
Se insiste, entonces, que es deber del Estado o de los Estados proteger la vida humana frente a agresiones de los particulares, y no sólo protegerla, sino no
lesionarla por sí mismo, es decir tiene un deber positivo de protección y un deber negativo de abstención; y es justamente la Constitución quien debe impedir que el Estado legalice o permita el
atentado contra la vida, y, vemos que en la mayoría de países se cumple con este principio ya que han abolido la pena de muerte, constitucionalizándose, así, el derecho más fundamental de todos
los reconocidos por la Constitución, y la base de cualquier otro derecho. Pues, entonces, como decíamos, en caso de que se realicen actos tendientes a vulnerar el derecho a la vida,
el Estado, a través de sus leyes, debe prever sanciones penales para los responsables de dichos actos.
Así, las garantías del derecho a la vida consagrado en la Constitución se desarrollan en el Código Penal que establece las sanciones para todo atentado contra la
vida en los delitos de homicidio, asesinato y aborto.
El tratadista Luis María Díez-Picazo manifiesta: “el derecho a la vida se traduce en la imposición de ciertos deberes al Estado, entendido en su sentido amplio de
conjunto de los poderes públicos: el deber de no lesionar por sí mismo la vida humana y el deber de proteger efectivamente la vida humana frente a agresiones de los particulares”[11]
4. El derecho a la vida en los tratados internacionales
Cuando hablamos de derechos humanos nos referimos a un término que los individuos han ido construyendo a lo largo de la historia a fin de consagrar o codificar los
derechos que les son inherentes para poder reclamarlos en caso de ser transgredidos. Los derechos humanos son condiciones que tiene todo ser humano sin discriminación alguna y que son
necesarias a fin de que éste pueda desarrollarse en todos los campos del vivir en igualdad de condiciones. Estos derechos pueden ser exigidos por todos y todas desde el momento mismo de la
concepción, y la posibilidad de exigibilidad se da porque están incluidos en las diferentes leyes, Constituciones e instrumentos internacionales, con el fin primordial del bien común.
Los derechos humanos se agrupan, especialmente, en torno al derecho a la vida. “Sin lugar a dudas el Derecho a la Vida ocupa un lugar especial en la nómina de los derechos fundamentales
de la persona. Aunque la doctrina afirma que todos los Derechos Humanos tienen igual valor, a la hora de examinar casos concretos de violaciones de este derecho, los órganos internacionales
competentes no dudan en destacar el carácter especial del Derecho a la Vida”[12]
Los tratados internacionales protectores de los derechos humanos se han preocupado del efectivo disfrute del derecho a la vida por parte de todos y todas, y por esta
razón es compromiso de los Estados evitar y castigar los delitos que atenten contra este derecho. Los Estados tienen la obligación de proteger el derecho a la vida adoptando medidas
positivas para eliminar la malnutrición, las epidemias, la pena de muerte.
La expresión derechos humanos, como tal, tiene su inicio en los llamados “derechos del hombre”, expresión que se consagró en Francia a raíz de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada por la Asamblea Constituyente francesa del 20 al 26 de agosto de 1789, cuyo Art. 1, reza: “Los hombres han nacido, y continúan siendo libres e
iguales en cuanto a sus derechos…”. Se ha considerado a los derechos humanos como inherentes, innatos, es decir que nacen con la persona, que forman parte de ella.
“Resulta así que, aun siendo derechos naturales e imprescriptibles, los derechos de la Revolución francesa no son, ni pretenden presentarse como, derechos absolutos, sino que son derechos
susceptibles de limitación, por más que la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano se cuide mucho de reducir esas limitaciones al mínimo indispensable para garantizar la coexistencia
pacífica y armónica de los derechos de unos y otros miembros de la sociedad y establezca como garantía básica de extraordinaria relevancia la reserva de ley”[13]
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada y proclamada mediante resolución 217ª (III), por la Asamblea General de las Naciones Unidas en
París, el 10 de diciembre de l948, de la cual el Ecuador es parte, tiene como una de sus finalidades el de proteger la conquista humana más grande alcanzada por el hombre, que no es otra sino el
derecho a la vida, la justicia, la paz, reconocimiento de la dignidad intrínseca, derechos iguales e inalienables, considerando siempre que el menosprecio a los derechos humanos han originado
actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad y que dichas conquistas sean protegidas por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no sea compelido al supremo recurso de
la rebelión contra la tiranía y la opresión. Es obligación de todos los Estados respetar las normas establecidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en los diferentes
Tratados Internacionales, ya que éstos “inauguran la era moderna y anuncian una nueva visión del hombre y de la sociedad – o, para ser más exactos, conducen a la madurez del nuevo concepto del
hombre y de la sociedad que venía fermentado desde el Renacimiento -.[14]
La Asamblea General, proclama la Declaración Universal de los Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deban esforzarse, a fin de
que, tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación el respeto a los derechos y libertades, y aseguren por
medidas progresivas de carácter nacional e internacional su reconocimiento y aplicación universales y efectivos tanto en los pueblos de los estados miembros como entre los de los territorios
colocados bajo su jurisdicción.
La Declaración contiene un sinnúmero de derechos relativos a la libertad, como la prohibición de la esclavitud, de torturas, tratos inhumanos, detenciones
arbitrarias; así como también derecho a la libertad de expresión, de pensamiento, conciencia y religión; libertad de reunión y asociación pacífica, entro otros. Lo que significa que los
Estados no pueden intervenir en cuanto a estas formas de derecho a la libertad. Por otro lado, los Estados tienen el deber de otorgar una protección legal a todos los individuos, en
forma igualitaria y sin discriminación de ninguna clase, teniendo siempre presente el principio de la presunción de inocencia y asegurándole las garantías para su defensa. Igualmente, esta
Declaración indica que toda persona tiene derecho a una nacionalidad, a formar una familia en forma libre; derecho a la propiedad, derecho al sufragio, a la seguridad social, al trabajo con
igualdad de remuneración, al descanso, a la educación, a formar parte de la vida cultural y, además, los deberes que tiene la persona con respecto a la comunidad. “La Declaración es
indudablemente la expresión de conciencia jurídica de la humanidad, representada en la ONU y, como tal, fuente de un «derecho superior», un higher law, cuyos principios no pueden desconocer sus
miembros”.[15]
El artículo 3 del tratado internacional en referencia, garantiza y obliga a los Estados partes a respetar la vida de los hombres. El mencionado artículo,
establece: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.
Los derechos humanos son necesarios para tener una vida digna, dignidad que es inherente al ser humano y que nacen de una acción humana, en pos de una visión moral,
pero para lograr esa visión moral es necesario la protección de esos derechos mediante la institucionalización de los derechos fundamentales. La Declaración Universal de los Derechos
Humanos fija un conjunto de condiciones para una vida digna. El francés René Cassin, al hacer alusión a la Declaración, manifestó que ésta descansaba en cuatro pilares fundamentales,
a saber: derechos de las personas (derecho a la vida, a la igualdad, a la libertad); derechos del individuos en su relación con la sociedad (derecho a la intimidad, a la propiedad, a la libertad
religiosa); derechos políticos (derecho a elegir y ser elegidos); y, derechos económicos y sociales (derecho al trabajo, al descanso, a asistencia médica, a la educación). “De la
Declaración Universal de Derechos Humanos se recoge el principio de “protección especial”, que conjuntamente con el de “no discriminación” son la base del instrumento. Otras novedades de la
Declaración es el principio del interés superior y la incorporación en su texto de un doble derecho civil: nombre y nacionalidad”[16]
Los derechos humanos son derechos que poseen todos los individuos, por el simple hecho de ser humanos, son inherentes a la naturaleza humana, por lo tanto prescinden
de cualquier reconocimiento positivo, son derechos de la más alta jerarquía, que se los concede en forma igualitaria y autónoma, y se ejercen en relación con la sociedad, bajo la forma del
Estado; se trata de un derecho natural, porque pertenece a la propia naturaleza humana. El reconocimiento de estos derechos debe ser teórico y práctico a fin de que sea posible la
convivencia humana, además, dicho reconocimiento es imprescindible para asegurar la estabilidad de un país. El reconocimiento de estos derechos se traduce en el respeto a la dignidad humana
y por lo tanto se oponen a cualquier forma de instrumentalización del ser humano. Reconoce al ser humano una dignidad inalienable que no puede reducirlo a objeto o instrumento para la
consecución de otros fines. A ese respecto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos contiene una afirmación ontológica que reconoce a todo hombre como verdadero sujeto de derechos
fundamentales inherentes, cuando en una de sus normas se refiere al hombre como un ser dotado de razón y conciencia, un ser libre e igual en dignidad y derechos, todos estos valores
dicen relación con la dignidad intrínseca de todo ser humano. A decir de Charles Taylor, “La mención del fundamento o base de los derechos humanos no puede nunca desligarse de la
dignidad intrínseca e inalienable y de la libertad de la persona humana. Esto significa que todo sistema de derecho positivo que reconoce y garantiza los derechos humanos reposa finalmente
en un fundamento ético, en creencias morales profundas acerca de la persona humana y de la dignidad y libertad que le son inherentes”[17]
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos guarda conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y demás instrumentos internacionales que
buscan el ideal del ser humano y el respeto a sus libertades civiles y políticas, reconociendo la dignidad inherente a todo ser humano. El derecho a la vida, como derecho fundamental, está
protegido en este Pacto, únicamente permite la pena capital, en aquellos países que no la han abolido, cuando se trate de casos extremos, sin embargo se da la oportunidad al culpable de pedir
amnistía, indulto o conmutación de la pena, protegiendo, una vez más, de este modo, el derecho a la vida. Así mismo, por ningún motivo permite imponer pena de muerte al menor de dieciocho
años, protegiendo así la vida de un ser vulnerable, con pocas posibilidades de defenderse por sí mismo. Pero debemos resaltar el texto referente a que no se aplicará pena de muerte a la
mujer en “estado de gravidez”, indiscutiblemente lo que se está defendiendo en este caso es el derecho a la vida del nasciturus, si muere la madre, seguramente morirá el hijo que lleva en su
vientre, haciéndole pagar a este ser inocente, una culpa que no tiene; si la mujer no se encontrara en este estado no estaría excluida, por lo tanto no es, en este caso particular, la vida de la
mujer lo que se está protegiendo, sino la vida de ese ser inocente e indefenso que no puede ni debe pagar las consecuencias de los actos cometidos por su madre. Ponemos alto relieve a la
expresión que, “el derecho a la vida es inherente a la persona humana”. Esto precisamente conlleva a concluir que este instrumento internacional se halla acorde a la mayoría de los tratados
internacionales y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que al igual que nuestra Constitución en su artículo 45 protege a la vida desde la concepción.
El Art. 4.1, del Pacto de San José de Costa Rica, suscrito el 22 de noviembre de 1969, manifiesta: “toda persona tiene derecho a que se respete su
vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”.
El texto legal que acabamos de transcribir utiliza el término “toda persona” y, recordemos que para efectos de la Convención, persona es todo ser humano. Por
tanto, los nasciturus se encuentran debidamente protegidos por el alcance de esta norma que obliga a todos los Estados partes. “El cumplimiento del Art. 4 de la Convención Americana, no
sólo presupone que ninguna persona sea privada de su vida arbitrariamente (obligación negativa), sino que además requiere que los Estados tomen todas las medidas apropiadas para proteger y
preservar el Derecho a la Vida (obligación positiva), bajo su deber de garantizar el pleno y libre ejercicio de los derechos de todas las personas bajo su jurisdicción”[18]. En el caso de que un Estado
parte, en el texto constitucional, no garantice el derecho a la vida del no nacido, debe aplicar el principio pro ser humano, mismo que prevalece sobre cualquier otra norma jurídica.
Y, el preámbulo de la Convención de Derechos del Niño, dice: “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso
la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento”.
Este interés primordial del Derecho Internacional por la protección de los derechos humanos nos confirma que este asunto no compete exclusivamente a cada uno de los
Estados, sino que a nivel mundial estos derechos se encuentran amparados por los tratados, convenios, documentos, instrumentos internacionales que garantizan su protección y que establecen los
procedimientos necesarios para castigar a aquellos que vulneren dichos derechos. Además, la mayoría de las Constituciones de los Estados hacen referencia a los derechos humanos, derechos
que abarcan, entre otros, el goce de las libertades y garantías individuales del ser humano. “Cerca de la mitad de los estados del mundo son signatarios de los Convenios Internacionales
sobre Derechos Humanos y el resto (incluido, en destacadísimo lugar, Estados Unidos) los han firmado pero no ratificado, o bien manifiestan de otro modo su aceptación y compromiso hacia estas
normas”[19]. Los procedimientos para tomar decisiones pueden abarcar
temas nacionales o también temas internacionales, pero la ejecución implica que se tomen decisiones internacionales obligatorias y que se adopten fuertes medidas de vigilancia mundial, para
asegurar que cada nación cumpla con las normas internacionales. Suele realizarse foros internacionales para coordinar las políticas que adoptará cada nación.
Hemos realizado un breve análisis de algunos instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, mismos que tienen una pretensión en común como lo es el
reconocimiento, respeto y protección de los derechos inherentes a todo ser humano. Los derechos humanos se encuentran presentes en las Cartas Magnas de los diferentes países, siendo
éstos una pieza fundamental de la democracia. “Sin embargo, la valoración del reconocimiento práctico del sentido, que tienen hoy los derechos humanos, no permite soslayar el desfase
existente entre su teoría y su práctica en la realidad, lo cual denota que queda un largo camino todavía por recorrer para llegar a cubrir el abismo que separa una de otra”[20]. Es
tarea de todos y todas, lograr que se cumpla este anhelo.
Por todo lo expuesto, podemos concluir manifestando que todo atentando contra la vida y todo acto de privación de la vida constituyen actos no permitidos por la
mayoría de Constituciones de los Estados, cuyas normativas protegen la vida en todas sus formas y en todos sus momentos, sin excepción alguna. Frente a la jerarquía que tiene el derecho a
la vida como valor supremo, los restantes derechos como son el derecho al honor, a la buena imagen, a la libre sexualidad, entre otros, se ubican en una jerarquía subalterna, lo que significa que
no puede sacrificarse el valor supremo de la vida para proteger, en base de su negación, derechos secundarios. Se ha confirmado que la vida comienza en el momento de la concepción, y por
tanto el ser que está por nacer debe ser protegido en igualdad de condiciones que el nacido, pues la Constitución garantiza la igualdad ante la ley de todos y todas.
Referencias bibliográficas:
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Notas:
[1] REQUEJO CONDE, C. (2008). Protección penal de la vida humana.
Especial consideración de la eutanasia neonatal. Editorial Comares. Granada. Págs. 7 y 8
[2] Citado por ANDORNO, R. (1998). Bioética y dignidad de la
persona. Editorial Tecnos. Madrid. Pág. 37
[3] SIMON F. (2008). Derechos de la Niñez y Adolescencia: De la Convención
sobre los Derechos del Niño a las Legislaciones Integrales. Tomo II. Cevallos, editora jurídica. Quito-Ecuador. Pág. 43
[4] Citado por ROMEO CASABONA, C. M. (1994). El derecho y la bioética ante
los límites de la vida. Editorial Centro de Estudios Ramón Arece, D.L. España. Pág. 34
[5] PÉREZ LUÑO, A. E. (1988). Los derechos fundamentales”. 3ª ed.
Tecnos. Madrid. Pág. 37
[6] MAZZINGHI, J.A. La Interrupción del Embarazo: El Aborto.
Tomado de la obra “La Persona Humana” de Guillermo Borda. Editorial La Ley S. A. Argentina. Pág. 73
[7] CARRIO, M. E. y otros (1995). Interpretando la Constitución.
Ediciones Ciudad Argentina. Buenos Aires. Págs. 38 y 39
[8] ROMEO CASABONA, C.M. (1994). Ob. Cit. Pág. 27
[9] VERGÉS RAMÍREZ, S. (1997). Derechos Humanos: Fundamentación.
Editorial Tecnos S.A. Madrid. Pág. 126
[10] VERGÉS RAMÍREZ, S. (1997). Ob. Cit. Pág. 130
[11] DÍEZ-PICAZO L. M. (2005). Sistema de Derechos Fundamentales. Segunda
Edición. Editorial Aranzadi, S.A. Pág. 216
[12] HUERTAS DÍAZ, O., y otros (2007). El derecho a la vida en la
perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos. Grupo editorial Ibañez. Bogotá. Págs. 66 y 67
[13] BRAGE CAMAZANO, J. (2005). Los límites a los derechos
fundamentales en los inicios del constitucionalismo mundial y en el constitucionalismo histórico español. Universidad Nacional Autónoma de México. México, D.F. Pág. 70
[14] CASSESE, A. (1993). Los derechos humanos en el mundo contemporáneo.
Editorial Ariel S.A. Barcelona. Pág. 35
[15] TRUYOL Y SERRA, A. (2000). Los Derechos Humanos. Editorial
Tecnos. Madrid. Pág. 42
[16] FARITH, S. (2008). Derechos de la Niñez y Adolescencia: De la
Convención sobre los Derechos del Niño a las Legislaciones Integrales. Tomo I. Cevallos editora jurídica. Quito-Ecuador. Pág. 44
[17] Citado por HOOFT, P.F. (1999). Bioética y Derechos Humanos.
Temas y Casos. Ediciones Depalma. Buenos Aires. Pág. 73
[18] RODRÍGUEZ SANABRIA, V. (2007). Ob. Cit. Pág. 80
[19] DONNELLY J. (1994). “Derechos Humanos Universales.- En Teoría y en la
Práctica”. Ediciones Gernika, S.A. México. Pág. 304
[20] VERGÉS RAMÍREZ S. (1997). Derechos Humanos. Fundamentación.
Editorial Tecnos. Madrid. Pág. 20
Informações Sobre o Autor
Silvana Esperanza Erazo Bustamante
Docente-investigadora, Escuela de Ciencias Jurídicas de la Universidad Técnica Particular de Loja-Ecuador. Diplomado en Estudios Avanzados (DEA). Directora de la
Escuela de Ciencias Jurídicas, UTPL, durante los años 2008 y 2009. Doctora, “Fundamentos de Derecho Político”, Universidad Nacional de Educación a Distancia, UNED- España.
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Por Isabel Tello, estudiante de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, miembro del Área Procesal del Estudio Grau Abogados
y ex miembro del Consejo Directivo de Themis.
Hoy en día podemos constatar el incrementado número de sanciones disciplinarias por infracciones a los deberes del abogado, consagrados en el
Código de Ética de Abogados. Este ligero pero valioso aumento en dicho porcentaje permite advertir la importancia que ha cobrado, en el imaginario colectivo de los peruanos, la vigencia de la
Ética en el Derecho, reafirmando así, la consagración de los deberes que deben observarse en el ejercicio de esta profesión.
Lamentablemente, en los últimos años, la “estrategia de defensa” frente a las denuncias disciplinarias ha sido invocar el principio de
Non Bis In Ídem, argumentando la configuración de la triple identidad (de sujetos, hechos y fundamento) que, precisamente, aquel proscribe por existir, en la vía penal, una
investigación o proceso en trámite contra el mismo sujeto.
Al respecto, el presente artículo pretende demostrar por qué es inviable su invocación como argumento de defensa para impedir la imposición de
una sanción disciplinaria, puesto que, (i) los Colegios de Abogados, como Colegios Profesionales, gozan de autonomía constitucional conforme lo reconoce la Constitución Política del Perú y,
en ese sentido, se le reconoce libertad de autorregulación, lo cual permite que la regulación de los procesos disciplinarios sea totalmente independiente a lo establecido en otros tipos de
procesos; y (ii) la naturaleza jurídica del Código de Ética del Colegio de Abogados resulta ser distinta a la naturaleza jurídica de las vías ordinarias. Por lo tanto, suscribiendo nuestra
exposición a la vía penal en comparación con la vía disciplinaria, demostraremos que es factible que una persona pueda ser investigada, procesada e incluso sentenciada (pudiendo ser absuelta
o condenada) y asimismo, ser objeto de un proceso disciplinario ante el Consejo de Ética por la comisión de irregularidades al trasgredir los deberes previstos en el Código de Ética del
Colegio de Abogados, en base a los argumentos jurídicos que procedo a exponer a continuación.
En primer lugar, debemos empezar estas líneas definiendo qué debemos entender por el principio Non Bis In Idem. Este principio; no
obstante, no ser reconocido de forma expresa en nuestra Constitución Política, tiene una naturaleza constitucional toda vez que se encuentra implícitamente reconocido en el contenido del
Debido Proceso, previsto en el inciso 3) del artículo 139° de la Constitución Política del Perú.
Lo señalado ha sido reafirmado por el propio Tribunal Constitucional quien precisó, en la sentencia recaída en el Exp. N.° 2050-2002-AA/TC, que
el derecho a no ser enjuiciado dos veces por el mismo hecho, esto es, el principio del Non Bis In Idem está implícito en el derecho al debido proceso reconocido en el artículo e
inciso ya mencionados. Esta condición, de contenido implícito de un derecho expreso, se debe a que de acuerdo con la IV Disposición Final y Transitoria de la Constitución, los derechos y
libertades fundamentales se aplican e interpretan conforme a los tratados sobre derechos humanos en los que el Estado peruano sea parte; y, precisamente, el derecho al debido proceso se
encuentra reconocido en el artículo 8.4° de la Convención Americana de Derechos Humanos, a tenor del cual:
“(…) Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las garantías mínimas:
“(…) El inculpado absuelto por una sentencia firme, no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos”.
Asimismo, el principio Non Bis In Ídem contiene una doble configuración; por un lado, una versión sustantiva y, por otro, una
connotación procesal, que a mayor abundamiento describo a continuación:
-
a) Desde el punto de vista material, el enunciado según el cual, “(…) nadie puede ser castigado dos
veces por un mismo hecho (…)”, expresa la imposibilidad de que recaigan dos sanciones sobre el mismo sujeto por una misma infracción, puesto que tal proceder constituiría
un exceso del poder sancionador, contrario a las garantías propias del Estado de Derecho. Su aplicación, pues, impide que una persona sea sancionada o castigada dos (o más veces) por una
misma infracción cuando exista identidad de sujeto, hecho y fundamento.
-
b) En su vertiente procesal, tal principio significa que “(…) Nadie pueda ser juzgado dos veces por
los mismos hechos (…)”, es decir, que un mismo hecho no pueda ser objeto de dos procesos distintos, si se quiere, que se inicien dos procesos con el mismo objeto. Con
ello se impide, por un lado, la dualidad de procedimientos y, por otro, el inicio de un nuevo proceso en cada uno de esos órdenes jurídicos (dos procesos administrativos con el mismo
objeto, por ejemplo).
Conforme a lo expuesto y teniendo en cuenta que la mayoría de denuncias disciplinarias interpuestas en los últimos años tienen como antecedente
la comisión de ilícitos penales, en virtud de los cuales se tramitan investigaciones y procesos, y que, incluso han devenido en sentencias absolutorias o de condena; debemos señalar que es
totalmente viable la imposición de una sanción disciplinaria por infracción a los deberes de la abogacía consagrados en el Código de Ética del Colegio de Abogados por los mismos hechos sin
vulnerar el principio de Non Bis In Idem, toda vez que no se cumpliría con la triple identidad (sujetos, hechos y fundamento) que proscribe este principio, al ser distinta la
finalidad y la naturaleza jurídica que persiguen las normas consagradas en el Código de Ética del Colegio de Abogados.
El Colegio de Abogados de Lima está reconocido en nuestra Constitución Política como Colegio Profesionale cuya configuración constitucional,
autonomía y fines son diversos a la jurisdicción ordinaria, conforme veremos a continuación.
1. La configuración constitucional.- La Constitución Política del Perú define la naturaleza jurídica de los
Colegios Profesionales, en su artículo 20°, definiéndolos como aquellas instituciones autónomas con personalidad de derecho público, que han sido creadas por mandato expreso de la ley.
2. Autonomía.– Los Colegios Profesionales gozan de autonomía reconocida por la
Constitución Política del Perú, lo cual se traduce en que ostentan un ámbito propio de actuación y decisión para establecer su organización interna, económica, así como su reglamentación
dentro de los cánones establecidos por la ley.
3. La finalidad de la constitucionalización de los colegios profesionales fue “incorporar una garantía,
frente a la sociedad, de que los profesionales actúan correctamente en su ejercicio profesional. Pues, en último extremo, las actuaciones profesionales afectan directamente a los propios
ciudadanos que recaban los servicios de los profesionales, comprometiendo valores fundamentales (…). Semejante entrega demanda por la sociedad el aseguramiento de la responsabilidad del
profesional en el supuesto de que no actúe de acuerdo con lo que se considera por el propio grupo profesional, de acuerdo con sus patrones éticos, como correcto o adecuado”.[1]
Precisamente, uno de los Colegios Profesionales es el Colegio de Abogados de Lima, cuyos “(…) principios y fines se encuentran
orientados a la promoción y defensa de la justicia y el derecho como supremos valores; defender y difundir los derechos humanos; promover y cautelar el ejercicio
profesional con honor, eficiencia, solidaridad y responsabilidad social; proteger y defender la dignidad del abogado; defender las causas justas de la nación peruana, así como los
principios democráticos y humanistas; y, desarrollar una educación jurídica permanente en todos los niveles de la sociedad”.[2]
Asimismo, con respecto a la naturaleza jurídica del Código de Ética del Colegio de Abogados esta se ve manifiesta en la propia regulación de la
finalidad de la abogacía que se encuentra establecida tanto en el Código de Ética del Colegio de Abogados como en el Código Voluntario de Buenas Prácticas del Abogado de la Red Peruana de
Universidades; conforme procedo a citar a continuación:
Artículo 3° del CAL.- “La abogacía tiene por fin la defensa de los derechos de las personas y la
consolidación del Estado de Derecho, la justicia y el orden social. La probidad e integridad de la conducta del abogado, cualquiera fuere el ámbito en el que se desempeñe, es
esencial para el adecuado funcionamiento del sistema de justicia, la vigencia del Estado de Derecho y la vida en sociedad. La trasgresión de los principios éticos agravia a la
Orden”.
Artículo 1° del CVBP.- “El ejercicio de la profesión de Abogado tiene por fin la defensa de los
derechos de las personas y del Estado Constitucional de Derecho. La probidad e integridad de la conducta del Abogado, cualquiera fuera el ámbito en el que
ejerza la profesión, es esencial para el adecuado funcionamiento y vigencia del Estado Constitucional de Derecho y la vida en sociedad”.
[Énfasis nuestro]
Por tanto, el Código de Ética del Colegio de Abogados cautela la defensa de los intereses de la persona, la promoción de la vigencia de un
Estado de Derecho y la imagen del abogado conforme al ordenamiento jurídico y; en ese sentido, el Colegio de Abogados mediante el Código de Ética investiga aquellas conductas contrarias a la
Ética Profesional e impone sanciones a los responsables, vale decir, “(…) controla la formación y actividad de aquellos para que la práctica de la profesión colegiada responda a los
parámetros deontológicos y de calidad exigidos por la sociedad a la que sirven (…)”.[3]
Así, es evidente que esta finalidad es totalmente diferente a la cautelada por el Derecho Penal, en la que la protección está dirigida a intereses legalmente tutelables, a los que se les
denominan bienes jurídicos y que son distintos a parámetros moralistas.
Finlamente, la autonomía del Código de Ética del Colegio de Abogados ha sido consagrada en su artículo 82°, en donde establece de forma
categórica que la responsabilidad por la conducta ética del abogado es independiente a la responsabilidad penal, civil, laboral, administrativa o de cualquier índole; en ese sentido, la
instauración de un proceso disciplinario, al tener diversa naturaleza jurídica a la jurisdiccional, no impediría el establecimiento de una sanción por infracción al Código de Ética del
Colegio de Abogados.
Por lo expuesto, tampoco sería necesario un pronunciamiento en la vía penal para recién poder accionar en la vía disciplinaria, toda vez que
señalar lo contrario resultaría ser un contrasentido, máxime si en muchos casos se absuelve por la comisión de delitos a sujetos por la insuficiencia de medios probatorios que puede
devenir por una ineficiente investigación y que, no obstante, importa la inexistencia de la comisión de una infracción a los deberes establecidos en el Código de Ética del Colegio de
Abogados. Del mismo modo, se olvida que para poder obtener un pronunciamiento definitivo es necesario agotar todas las vías en atención al derecho a la pluralidad de instancia y, que en la
vía penal, desde ya implican años de proceso, con lo cual se seguiría permitiendo que estas personas sigan ejerciendo la profesión y cometiendo irregularidades.
Finalmente, con el objeto de reforzar nuestra argumentación es importante traer a colación lo señalado por el Tribunal Constitucional sobre la
inexistencia de una vulneración al principio Non Bis In Ídem frente al inicio de un proceso disciplinario, cuando existen procesos en la vía ordinaria que siguen en trámite.
En el caso Nicanor Silva Vallejo[4],
el recurrente interpuso demanda de amparo contra una Resolución N° 351-2003-E3P/CEP/CAL, emitida por el Tribunal de Honor del Colegio de Abogados de Lima, mediante la cual se le impuso la
sanción de expulsión y asimismo, contra la Resolución que modifica esa sanción por la suspensión por un año en el ejercicio de su profesión. Fundamenta su petición, señalando que lo dispuesto
por el Tribunal de Honor del Colegio de Abogados de Lima vulnera el principio Non Bis In Ídem, toda vez que ha sido sancionado por los mismos hechos ante el Consejo Nacional de la
Magistratura, quien tendría única y exclusiva competencia para imponerle una sanción en atención a que es Magistrado Supremo. Frente a ello, el Tribunal Constitucional realizando un análisis
de los fundamentos de ambas sanciones llega a determinar que tienen diferente naturaleza jurídica y por tanto, no se configuraría afectación al principio Non Bis In Ídem, conforme a
mayor abundamiento procedo a citar a continuación:
-
Sobre la sanción impuesta por el Consejo Nacional de Magistratura.-
Fundamento 27.- “(…) la sanción de destitución impuesta al recurrente por el Consejo Nacional de la Magistratura en aplicación del inciso 2)
del artículo 31º de su Ley Orgánica, lo ha sido por infracción del inciso 4) del artículo 196º de la Ley Orgánica del Poder Judicial, esto es, por admitir o formular recomendaciones
en procesos judiciales, en razón de los hechos suscitados a raíz de una entrevista personal efectuada en el domicilio del entonces Sr. Presidente de la República por un proceso
judicial de filiación seguido en su contra por doña Lucrecia Orozco, cuando era parte integrante del colegiado que tenía bajo su competencia el trámite de dicha causa. Dicha sanción le fue
impuesta por responsabilidad funcional, que se anuda a su conducta en su calidad de magistrado, por haber infringido los deberes de fidelidad y respeto de las formas establecidas por ley, de
imparcialidad, y de probidad e independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional constitucionalmente prevista por el artículo 139.2º de la Norma Fundamental”.
-
Sobre la sanción impuesta por el tribunal de honor del Colegio de Abogados de Lima.-
Fundamento 28.- “(…) la medida disciplinaria impuesta por el Tribunal de Honor, sustentada en los artículos 50º y 77º de sus Estatutos, y en
los artículos 1º, 2º, 3º, 5º y 48º del Código de Ética de los Colegios de Abogados, se dirige a sancionar al actor en su calidad de profesional de derecho integrante del Colegio de Abogados
de Lima, institución que en su calidad de ente fiscalizador del ejercicio de la profesión de abogado, ha considerado que su actuación –por la que ha sido destituido por el Consejo Nacional
de la Magistratura– también ha afectado los fines que promueve como institución con personalidad de derecho público, esto es, los parámetros deontológicos y éticos exigidos por la
sociedad a la que sirve, y a los principios y valores contenidos en sus estatutos”.
En consecuencia, al advertir que no existía igualdad de fundamento señaló lo siguiente: “(…) dado que el elemento consistente en la
igualdad de fundamento es la clave que define el sentido del principio –esto es, no cabe la doble sanción del mismo sujeto por un mismo hecho cuando la punición se fundamenta en un
mismo contenido injusto, vale decir, en la lesión de un mismo bien jurídico o un mismo interés protegido– tampoco considera este Tribunal que se haya vulnerado el principio Non Bis In Ídem,
pues conforme a lo expuesto en los fundamentos 27 y 28, supra, no existe identidad de fundamento en cuanto a las sanciones aplicadas por parte del Consejo Nacional de la
Magistratura y el Tribunal de Honor del Colegio de Abogados de Lima, ya que, por un lado, los bienes jurídicos resguardados por cada uno de ellos resultan
distintos, y por otro, ambas instituciones tienen diferentes ámbitos de control y sanciones diferenciadas (…)”.
[Énfasis nuestro]
El mismo pronunciamiento tuvo el Tribunal Constitucional en el caso Luis Sixto Achahui Loayza[5],
en el cual señaló que no se configuraba una trasgresión al principio de Non Bis In Ídem, puesto que las sanciones tienen naturaleza jurídica diferente, conforme a mayor abundamiento
procedo a citar a continuación:
“(…) En el presente caso, sin embargo, no se trata de una sanción doble, pues ni la Administración ni el Colegio de Abogados han
sancionado dos veces por los mismos hechos ni tampoco han juzgado más de una vez. Lo que ha ocurrido, en el presente caso, es que el proceder del demandante ha dado lugar a una sanción
administrativa del Poder Judicial, que a su vez configura una conducta que atenta contra el Código de Ética del Abogado; es decir, no se trata de una sanción administrativa sino
de una impuesta por un Colegio Profesional, en tanto que el proceder del demandante atenta contra los deberes del abogado en su ejercicio profesional. (…) Se trata de una falta reiterada del
demandante en el ejercicio profesional, lo cual debe ser controlado por el Colegio de Abogados, cuya función es velar por el adecuado ejercicio de la profesión. La finalidad
de la sanción no es reparar el daño del denunciante pues ello no corresponde a los Colegios Profesionales sino al Poder Judicial, a través de los procesos civiles y penales
correspondientes, sino desincentivar conductas que atenten contra el diligente ejercicio de la profesión del abogado, por lo que en el presente caso no se ha vulnerado el principio non
bis in ídem (…)”.
[Énfasis nuestro]
Lo propio ha sido señalado por el Supremo Tribunal de Puerto Rico, en el caso Rodríguez/ Villalba 2004TSPR23, en el cual se señaló, que
a pesar de que el querellado haya reparado los daños sufridos a su cliente por su falta de diligencia, y que además de ello, el Procurador haya solicitado el archivo de la causa seguida en su
contra, dicho requerimiento no supone que no pueda instaurarse un proceso disciplinario en su contra por infracción al Código de Ética.[6]
Del mismo modo, el Supremo Tribunal de Puerto Rico señaló en el caso Miriam Meléndez Rivera 2001TSR39 que el archivo en la esfera civil
no precluye que dicho Tribunal imponga sanciones disciplinarias por la conducta profesional impropia que dio lugar al resarcimiento por el abogado a su cliente de los daños causados por su
conducta negligente.[7]
En atención a todo lo expuesto es que considero que invocar el principio de Non Bis In Idem para impedir la imposición de sanciones
disciplinarias resulta ser una mala praxis extendida por la defensa de quienes son objeto de un proceso disciplinario ante el Consejo de Ética del Colegio de Abogados. Se olvida que
para la configuración del principio –sea en su vertiente sustantiva o procesal- se requiere una triple identidad, vale decir, identidad de sujetos, hechos y fundamento jurídico, lo cual no se
cumpliría en el presente caso, en tanto, la naturaleza jurídica de cada una de las vías son diversas. Como pudimos ver en los párrafos precedentes, en la vía disciplinaria lo que se discute
es el correcto ejercicio de la profesión como abogado a la luz del Código de Ética, mientras que en la vía jurisdiccional, como lo sería la vía penal, se discute la afectación a un concreto
bien jurídico tutelado por el tipo penal, como lo sería – por señalar un ejemplo-, la Administración Pública[8]
en los delitos de corrupción de funcionarios. En ese sentido, un mismo hecho puede vulnerar bienes jurídicos diversos (penales, civiles, éticos, etc.) y por tanto, cabrán en estos casos tres
sanciones distintas en virtud de la independencia de los bienes jurídicos protegidos[9].
La tutela de un bien jurídico por medio de una sanción no supone la satisfacción de otro bien jurídico por ser independientes.[10]
[1] CALVO SÁNCHEZ, Luis. Régimen jurídico de los colegios profesionales. Madrid, Civitas, 1998, pp. 679.
[2] Cfr. Artículo 3º del Estatuto del CAL de 1997.
[3] Expediente 3954-2006/PA-TC de fecha 11 de diciembre de 2006.
[4] Expediente N°: 3954-2006-PA/TC- LIMA de fecha 11 de diciembre de 2006.
[5] Expediente 3167-2004-AA/TC-LIMA
[6] Citado en PAREDES, Juan Alberto. Alcances del deber de diligencia en la relación abogado- cliente. En: Derecho y Sociedad. No. 24, 2005, pp.
369-377.
[7] Ídem.
[8] Lo señalado con cargo a concretizar el bien jurídico de cada delito, teniendo en consideración que la Administración Pública es el bien jurídico macro de este
tipo de delitos.
[9] PAREDES, Juan Alberto. Alcances del deber de diligencia en la relación abogado- cliente. En: Derecho y Sociedad. No. 24, 2005, pp. 369-377.
En las últimas semanas hemos sido testigos de diversas noticias relacionadas al caso Gerald Oropeza, un joven
empresario envuelto en escándalos desatados por sus vínculos con el narcotráfico y con políticos que al parecer lo favorecían para suscribir jugosos contratos con el Estado.
Lo sorprendente de la exposición mediática de Oropeza no son los Porsche, la residencia millonaria de La Molina
ni las grandes fiestas que se armaban en la mansión de los Crousillat incautada por el Estado, sino el descubrimiento de la facilidad con la que bandas criminales se están apoderando
y enquistando en el aparato estatal. Así nos lo confirma un contrato por millones de soles celebrado en este y el anterior gobierno, entre la empresa del hoy prófugo Oropeza, con el
Ministerio Público, una institución del Estado encargada de perseguir el delito. Pero aparece un factor más; la corrupción. Lo cierto es que este vínculo entre el narcotráfico y el
Estado ha sido posible debido a las grandes sumas de dinero que mueven estas bandas criminales en pos de sus objetivos por obtener el poder.
Los vínculos entre los Oropeza y la política son a todas luces innegables, Gerald y sus padres formaban parte
del Partido Aprista Peruano y tenían relaciones con personajes que ocupaban cargos públicos, por eso, al parecer, el exgobernador de La Molina facilitó que fuera posesionario de
la residencia de los Crousillat incautada por el Estado cuando su dueño estuvo preso.
Una realidad que nos debe interpelar
Tenemos una larga historia escandalosa de corrupción contra la que nos ha costado luchar. Y aunque después de la
caída del fujimontesinismo, nuestros gobernantes se han empeñado en decirnos que vivimos en un Estado democrático, estos destapes generan contradicciones. Ya no nos parece una
novedad enterarnos de este nefasto accionar de nuestra clase política así como de funcionarios del Estado, pero la corrupción, aunque es una realidad que se nos hace muy común,
no puede y no debería dejar de indignarnos.
Es cierto que es inevitable que esta situación nos desaliente y genere rechazo; pero tener un país que ya no
cree en sus gobernantes y que opta por el desinterés o la resignación, resulta más peligroso porque no podemos bajar la guardia ante la corrupción y justamente el desinterés o la
resignación nos pueden llevar a mirar hacia otro lado. Por el contrario, debemos comprender que nuestra indiferencia terminaría siendo esa complicidad que agradecería cualquier
corrupto. Como bien dice
el Papa Francisco acerca de la corrupción, “se ha vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado
personal y social ligado a la costumbre”. No podemos seguir permitiendo que la corrupción nos parezca natural. Recordemos siempre: mayor vigilancia, menor corrupción.
¿Cómo podemos aportar los ciudadanos ante este flagelo?
El escritor Landell-Mills, explica en su libro “Citizens Against Corruption” que está demostrado que en los
países de mayor pobreza, iniciativas de la sociedad civil pueden evitar que grandes sumas de dinero vayan al bolsillo de un funcionario corrupto.
Entonces, como ciudadanos tomemos una posición activa frente a este delito, especialmente en dos momentos: la
prevención y la denuncia de la corrupción. ¿Cómo? Primero tomando conciencia del gran perjuicio que trae este delito a nuestra sociedad; busquemos educar a nuestros hijos en
valores.
Rechacemos este tipo de actos, no solo con palabras, sino con comportamientos, evitando las coimas; exigiendo
transparencia a las instituciones públicas y formando parte de los procesos donde el Estado y la ciudadanía deciden el futuro de sus distritos, ciudades, regiones, como por ejemplo
el Presupuesto Participativo.
Segundo, es necesario que el ciudadano exija la sanción de las autoridades corruptas y que esté atento a que se
realice un juicio justo. Es difícil estimar una cifra de lo que pierde el país en corrupción, pero recordemos que esos millones que nos roban, son los millones que pudieron haber
hecho la gran diferencia en educación, salud, vivienda, etcétera de todos los peruanos. Salgamos de la indiferencia, seamos sujetos activos.
Escrito por Katee Salcedo para la editorial del Instituto Bartolomé de Las Casas
http://bartoloopina.bcasas.org.pe/files/2015/05/editorial-mayo.pdf
Ha quedado demostrado que una de las formas de corrupción en los gobiernos regionales se presenta con las
licitaciones de obras públicas por medio de adjudicaciones de obras a empresas con las cartas de garantías.
Esta causal que parece novedosa por las denuncias de corrupción en la Región Ancash, fue detectada por la Secretaría
Nacional de Descentralización desde el 2012, a través de un informe realizado por la Agencia Española para la Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) realizado en dos regiones
del país, donde se constató que uno de los cuellos de botella a los proyectos de inversión se suscitan con los arbitrajes planteados por empresas contratistas, paralizando las obras y,
consecuentemente, quedarse con el adelanto de la obra.
El informe refiere, por ejemplo, que hasta el 2012 existieron en la Región Junín 72 procesos arbitrales que
significaron la paralización de obras de infraestructura por más de doscientos cuarenta millones de soles (S/. 242,363,445.00.). Obras por las que se hicieron adelantos a las empresas
contratistas quienes luego de iniciar la primera etapa de ejecución, decidieron paralizarlas e iniciar el arbitraje aduciendo diferentes motivos. Sólo en tres ocasiones la demanda provino del
Gobierno regional, en los demás casos fue condenado a pagar. En el caso de la Región Pasco la situación fue diferente debido al número reducido de proyectos en controversia, pero no por su
importancia. El monto de los proyectos en cuestión arbitraje ascendió a más de cuarenta y cinco millones de soles (S/.45,657,604.00).
El informe revela que existe una deficiencia para enfrentar los procesos arbitrales. La alta rotación de funcionarios
cuando se inicia un periodo de gobierno, no permite enfrentar con diligencia los procesos, por desconocimiento de los pormenores de los procesos, pero, sobre todo, por la complicidad de malos
funcionarios. Refiere, asimismo, que las normas sobre contrataciones y adquisiciones y el sistema que lo regula es favorable a los contratistas, que les permite impugnar muy fácilmente ante
cualquier eventualidad o, simplemente, cuando lo requieran. La legislación impide a los gobiernos regionales ejecutar la carta fianza bancaria al estar supeditada su ejecución a los
resultados del laudo arbitral. Otro abuso de las contratistas se presenta cuando señalan domicilio en la capital de la República, ocasionando una deficiente defensa del gobierno regional que
le dificulta presentar los recursos y alegatos en su oportunidad.
Entonces, el Ejecutivo contaba con las recomendaciones para hacer las modificaciones que hubieran evitado que la
corrupción se sistematice en las regiones, amparada en la legislación sobre la materia.
Artículo publicado en Diario Uno 21-01-15
La corrupción política es, en términos generales, el mal uso del poder público para conseguir una ventaja ilegítima,
generalmente de forma secreta y privada. ¿Es un mal endémico de la política? ¿Se trata de un problema de personas o de partidos? ¿Qué supone para el buen funcionamiento del sistema
democrático? ¿Cómo afecta a la sociedad? Un juez de la Audiencia Nacional, un exfiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, un profesor de Ciencia Política y un filósofo
ofrecen sus recetas para combatir esta lacra que sacude cada vez más a la clase política y provoca una creciente desafección e indignación de los ciudadanos hacia sus representantes.
José Ricardo De Prada Solaesa, Magistrado de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional de España
1- ¿Cuál es la receta para combatir la corrupción desde el punto de vista
jurídico?
Una Justicia pronta y eficaz que pueda dar respuesta a las demandas de la ciudadanía frente a la corrupción y los
corruptos. Lo que caracteriza a los asuntos de corrupción es su complejidad, por lo que requieren de gran dedicación por parte de todos los operadores que intervienen en
ellos: fiscales, jueces, secretarios, funcionarios, policiales. La Justicia debe contar con las herramientas legales, pero también con los medios materiales y humanos.
2- ¿Cómo se puede acabar con las corruptelas desde el punto de vista político?
Es necesario un marco legal sólido y cerrado que impida la corrupción, con leyes que tengan claros principios, tales
como la transparencia, el control, la rendición de cuentas, que no dejen margen alguno a la opacidad, el descontrol o la impunidad. No solo leyes que obliguen a actuar de determinada manera,
también normas de control y de responsabilidad, como también la creación de instituciones o fortalecer las existentes.
3- ¿Cuál es la solución desde el punto de vista ético?
Este es un tema cultural y en gran medida educacional, pero para ello es imprescindible que la sociedad perciba que
la corrupción no está recompensada con el éxito. También corresponde que la corrupción no quede políticamente impune, que tengan una respuesta inmediata en las urnas, pero que también
respuestas de censura mediante boicots, protestas, manifestaciones que evidencien a los actores de la política que su comportamiento corrupto es percibido negativamente por la ciudadanía y
tiene respuesta.
José María Mena Álvarez, Exfiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
1- ¿Cuál es su receta para combatir la corrupción desde el punto de vista jurídico?
Una mayor prontitud en las primeras diligencias de intervenciones telefónicas y de entrada y registro, dotaría de
mayor contundencia, sorpresa y eficacia al momento procesal de reunión de pruebas. Una mayor severidad en la adopción de medidas cautelares ayudaría a estos fines, y evitaría la evidente
intromisión de los sospechosos en el curso de las investigaciones, si siguen en libertad.
2- ¿Cómo se puede acabar con las corruptelas desde el punto de vista político?
Es necesaria una voluntad política concertada para la dotación de medios materiales, institucionales y humanos
(jueces, fiscales, policías, inspectores, funcionarios, etc.), suficiente, especializada e independiente. Todos los partidos políticos deberían tener un código ético (la
mayoría ya lo tienen), en que se establecieran normas frente a la corrupción.
Fernando Jiménez Sánchez, Profesor de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad
1- ¿Cuál es su receta para combatir la corrupción desde el punto de vista jurídico?
Es necesario un reforzamiento de la autonomía de jueces y fiscales cuando se enfrentan a casos de corrupción, junto
con dos cosas más: un sistema de sanciones más disuasorio para estos delitos (incluyendo, como en Dinamarca y muchos otros países, la inhabilitación a perpetuidad para todo cargo público) y
un derecho procesal penal que agilice las investigaciones y no dé tantos mecanismos de obstrucción a las defensas.
2- ¿Cómo se puede acabar con las corruptelas desde el punto de vista político?
Sólo cabe una estrategia para luchar contra la corrupción y recuperar poco a poco la confianza de los ciudadanos en
los poderes públicos. Se trata de mandar una señal tremendamente clara e inequívoca de que las reglas de juego han cambiado. Esto implica toda una batería de medidas en todos los planos (y no
sólo el legislativo) para construir unas instituciones político-administrativas que funcionen con imparcialidad y unos órganos de supervisión de estas administraciones que sean verdaderamente
independientes de los partidos.
3- ¿Cuál es la solución desde el punto de vista ético?
La respuesta moral pasa por una mayor educación cívica que desarrolle en todos nosotros un sentido de lo público que
nos permita aproximarnos a los problemas sociales, teniendo en cuenta el punto de vista de la colectividad además del nuestro propio.
Manuel Cruz Rodríguez, Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona
1- ¿Cuál es su receta para combatir la corrupción desde el punto de vista jurídico?
Nuevas y más eficaces leyes que penalicen la corrupción y obliguen a los políticos corruptos, en el caso de los
delitos económicos, a restituir la riqueza obtenida.
2- ¿Cómo se puede acabar con las corruptelas desde el punto de vista político?
Uno de los elementos que más parece haber propiciado la corrupción en nuestro país ha sido el escaso control de los
vínculos que mantienen los responsables políticos con empresas y grandes corporaciones, vínculos que se manifiestan con especial obscenidad en las llamadas «puertas giratorias», que con
frecuencia son percibidas por la ciudadanía como devolución de favores prestados, cuando no de tráfico de influencias.
Fuente: El Correo, España
(07-08-14) La corrupción puede ser combatida y sancionada con severidad pero sólo la cultura y la educación la
frenarán de raíz, según indicó Julián Olivas, encargado del despacho de la Secretaría de la Función Pública de México.
Por eso, ha propuesto a la Secretaría de Educación Pública (SEP) una iniciativa simple pero profunda: crear capítulos
especiales en los libros de texto para que los niños aprendan desde los seis años valores de transparencia, respeto y honestidad.
La corrupción -al igual que en el Perú- es uno de los más grandes problemas, está enquistada en toda la sociedad.
Sostiene que tomará varias generaciones educar a los nuevos mexicanos para desterrar las actividades ilícitas y clandestinas en las que incurren políticos, empresarios y ciudadanos.
“La corrupción y sus orígenes, es un problema social, cultural y educativo, y también derivado de reglas que
complican obtener permisos, licencias y concesiones. La simplificación administrativa debe continuar, sin perder seguridad jurídica”, dice Olivas.
Más de 21 estados ya tienen programas de educación hacia los niños para reafirmar estos principios éticos tan
necesarios para nuestra sociedad. Vamos a hacer un estudio con la oficina de la ONU, que encabeza aquí Antonio Mazzitelli. Un intercambio de notas para tener un programa único.
“En estos temas debemos insistir sin descuidar el combate directo a la corrupción y la prevención en el gobierno. La
aplicación de sanciones y las denuncias penales y la prevención. Por ejemplo, la designación de testigos sociales para dar mayor transparencia a las licitaciones en adquisiciones y obra
pública, en contratación de servicios, en contratación de arrendamientos.
La persistencia de la percepción de que no se castiga a los funcionarios, a los ciudadanos y a los empresarios
corruptos, se debe según Olivas, a que los medios dan a conocer ciertas conductas y queda la sensación de que no se hace nada. Las autoridades tenemos la obligación de llevar
procedimientos e investigaciones para que no venga ese desánimo.
Fuente: Excelsior.com.mx
Artículo de Luis Pásara
La recientemente publicada Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso W. Quiroz (Lima: Instituto de Estudios
Peruanos, Instituto de Defensa Legal, 2013), ofrece una mirada nueva a hechos y personajes clave del país, a lo largo de varios siglos. Muchos son los temas y ángulos explorados por el
historiador económico que fue Quiroz, sobre la base de un extenso uso de fuentes diplomáticas poco o nada trabajadas hasta ahora. Ésas y otras fuentes le permiten ir a los hechos de la
corrupción, en vez de contentarse con medir su percepción, como se estila con frecuencia, produciendo con simplicidad resultados que en rigor son equívocos.
Entre los temas que surgen del análisis sobresale el de jueces y justicia. Su origen, como el de tantos otros de
nuestros rasgos, lo sitúa el autor en el sistema colonial, en el que “la corrupción tuvo un rol central” (p. 126). Acaso la semilla se sembró en 1687 con la venta del cargo de oidor de la
Audiencia, mecanismo para proveer cargos públicos que se había iniciado en el virreinato peruano en 1633 (p. 70). Cuando la práctica de venta de cargos fue abolida, en 1812 (p. 72), era
tarde: la venalidad en el acceso al cargo se había contagiado, como era previsible, a su ejercicio. En 1809 un informante a las autoridades metropolitanas reportaba desde Lima que “los
jueces, oficiales de hacienda y miembros del cabildo se beneficiaban personalmente de sus cargos por medio de injusticias y daños al común debido al cohecho, vicio y otras granjerías” (p.
120).
Durante la colonia, “Varios virreyes participaron del cohecho al recibir sobornos abierta o encubiertamente por […]
decidir e imponer sentencias judiciales sesgadas” (p. 72). En 1747, Machado de Chaves atribuyó la decadencia del Perú “al envejecimiento y deterioro de las instituciones coloniales”, incluida
la justicia, sobre la que escribió: “mutuados a un dictamen virreyes y oidores, es lo mismo que unirse los lobos y los canes a devorar un rebaño porque el principal pastor se halla lejos” (p.
75). En ese escenario se inauguró –ya entonces– la práctica de poner precio a los indultos: “los virreyes concedían indultos el día de su santo o de su cumpleaños, a una tasa acostumbrada de
hasta cuatro mil pesos.” (p. 76)
Los “juicios de residencia”, que esperaban a los altos funcionarios coloniales al terminar el desempeño de su cargo,
no contuvieron el mal. Según los acreditados testigos de la época Jorge Juan y Antonio Ulloa, a quienes glosa Quiroz, “al finalizar su mandato, los corregidores y otras autoridades locales,
incluidos los virreyes, simplemente sobornaban al juez encargado de la tradicional averiguación oficial, para evitar el castigo efectivo” (p. 68). Desde luego, el trámite era fácilmente
absuelto: “Los jueces designados oficialmente favorecían al funcionario investigado o formaban parte del mismo círculo de patronazgo e intereses. La mayoría de las veces, los residenciados
eran absueltos o reprendidos levemente por los jueces de residencia mediante tecnicismos procesales, la prescripción o el rechazo arbitrario de las evidencias” (p. 69). Tales prácticas, como
sabemos, gozan de flagrante actualidad.
La joven república hizo lugar preferente a la herencia colonial: “Las conexiones establecidas entre los caudillos
militares, la administración estatal y los compinches privados definieron los círculos de patronazgo después de la independencia.” (p. 145). En ese marco, “tanto el ejecutivo como las
autoridades legislativas y judiciales subordinadas favorecían el incremento de los abusos” (p. 157). Durante los gobiernos de Agustín Gamarra (1829-1833 y 1839-1841), “las instituciones
judiciales, las garantes en última instancia de los negocios y contratos justos, tampoco eran de confiar: ‘Ciertamente, en ningún país de la cristiandad está la pureza judicial menos por
encima de toda sospecha como en el Perú, y en ninguno puede tenerse menos confianza en la integridad de los magistrados’”, anotó un observador extranjero (p. 166). En concordancia, cuando en
1857 el cónsul general de Inglaterra en el Perú fue asesinado en su casa, otro diplomático inglés advirtió: “Los asesinos tal vez nunca sean descubiertos, puesto que gracias a la negligencia
de la policía y la mala administración de la ley en el Perú, los más atroces criminales a menudo escapan a la justicia.” (p. 185).
A mediados del siglo XIX, a punto de iniciase la llamada era del guano, que hizo posible un boom fiscal de base
endeble y corta duración, “Las redes de corrupción enlazaban a ministros, parlamentarios, jueces y hombres de negocios, así como a ciertos abogados que actuaban como intermediarios claves.”
(p. 195). Pero la judicatura ya tenía asignado un papel menor; por ejemplo, con ocasión del crucial litigio en torno al contrato Dreyfus, que adjudicó en exclusividad la comercialización del
fertilizante a un empresario francés, “El Ejecutivo redobló su campaña en defensa del contrato y simplemente desautorizó al poder judicial, colocando la decisión final en manos del
legislativo”, donde, sobornos mediante, el contrato fue aprobado (p. 210). No obstante, el poder judicial no era inmune a tales incentivos: “El encargado de negocios francés [en 1869]
apuntaba a que los jueces de la Corte Suprema sucumbieron a los sobornos de Dreyfus o los de sus contrincantes” (p. 211, nota 48). Dos años después, en 1871, fue motivo de escándalo la
adquisición de barcos de guerra estadounidenses, que había sido “supervisada por el juez Mariano Álvarez (a quien se acusó de haberse beneficiado personalmente con la transacción)” (pp.
219-220). Para el periodo que va entre 1860 y 1883, Quiroz concluye: “Parlamentarios y jueces, juntamente con las autoridades del ejecutivo, participaron de modo más amplio en el tráfico de
influencias y corruptela” (p. 238).
Luego de la derrota peruana en la Guerra del Pacífico (1879-1883), se erigió la voz de Manuel González Prada contra
la corrupción. Su dedo acusador también recayó sobre la judicatura: “¿Qué era el Poder Judicial? Almoneda pública, desde la Corte Suprema hasta el Juzgado de Paz” (p. 242). El país intentaba
reorganizarse y, para ello, atraer capitales extranjeros pero “ciertos empresarios británicos se quejaron de que ‘la administración de justicia […] ha pasado a ser indigna de dicho nombre’”,
según relato de la época (p. 247).
Esta ‘normalidad’ en la justicia transcurrió sin mayores alteraciones hasta llegar, entrado el siglo XX, al gobierno
de Augusto B. Leguía (1919-1930), cuando “las drásticas medidas punitivas dictadas por [el ministro de Gobierno] Leguía y Martínez causaron conflictos entre el poder ejecutivo y el poder
judicial” (p. 297). La mención de Quiroz es corta e insuficiente porque el episodio fue el único de la historia nacional en el que la Corte Suprema, ejerciendo su facultad de control de
constitucionalidad, en 1920 observó por escrito determinadas normas represivas adoptadas por el gobierno. El conflicto desembocó posteriormente en la destitución de los miembros de la Corte,
por el gobierno, en razón de que el máximo tribunal mantuvo sus posiciones en defensa de la legalidad. Lección de dignidad y valor, destinada a no tener muchos discípulos en la historia de la
judicatura.
Quiroz observa que los argumentos de la defensa de los procesados en estos casos “son muy parecidos a los que usaron
virreyes y funcionarios coloniales cuando enfrentaron a sus supuestos ‘enemigos’ y acusadores partidarios en los denominados juicios de residencia.” (p. 439).
A la caída de Leguía, el gobierno de Sánchez Cerro echó mano en 1930 a la creación del Tribunal de Sanción Nacional,
a partir de la estimación de que el Poder Judicial no era el lugar donde los latrocinios del oncenio leguiísta podían ser sancionados. Esta instancia, cuyo estatuto jurídico era cuestionable,
recibió 664 acusaciones formales y procesó sólo 11% de ellas; 75 acusaciones fueron, pues, llevadas a juicio pero, de ellas, no llegaron a diez las que concluyeron con sentencias
condenatorias (p. 306-307). Según rumores de fuentes diplomáticas que Quiroz recoge, “partidarios leguiístas de alto rango […] aparentemente tuvieron que pagar sobornos para ser exonerados o
evitar ser encarcelados” (p. 317). Los sobornos también resultaron de utilidad a algunos de los militantes del APRA condenados por una corte marcial en 1932, luego del levantamiento armado en
Trujillo, para evitar la ejecución que les había sido dictada (p. 321).
En las décadas siguientes a la destitución de los miembros de la Corte Suprema por Leguía, el Poder Judicial adquiere
un perfil más bajo en el recuento de la corrupción al que está dedicado el libro. El historiador Jorge Basadre, que fue ministro de Educación entre 1945 y 1947, denunció judicialmente “una
trama para defraudar al Estado” en la compra de pupitres escolares y encontró “un tribunal indiferente” (p. 345). Llegado el gobierno del general Manuel Odría (1948-1956), las denuncias de
escandalosos negociados “no tuvieron como resultado sanciones judiciales” (p. 369). En los años posteriores, irregularidades de todo tipo se suceden, delitos evidentes se repiten una y otra
vez, gobierno tras gobierno, sin encontrar condena en los tribunales. Esta constante acompaña al primer gobierno de Fernando Belaunde (1963-1968), en el que se multiplican las denuncias
periodísticas y parlamentarias sobre sobornos, tráfico de influencias y una modalidad delictiva que alcanzó gran importancia: el contrabando. Por este delito finalmente fueron condenados
algunos personajes públicos de primer nivel: el vicealmirante Texeira y el parlamentario Napoleón Martínez (p. 393).
“Desde mediados de la década de 1970 y particularmente en la de 1980, los problemas del narcotráfico, asociados
fundamente con la creciente producción y el contrabando de cocaína, corroyeron seriamente el cumplimiento de la ley y las instituciones judiciales.” (p. 441). En la década de los años
ochenta, iniciada con el segundo gobierno de Belaunde, cobró singular relieve el narcotráfico y apareció la subversión. En 1980 en el caso de un importante narcotraficante, Guillermo
Cárdenas, apodado “Mosca Loca”, cinco jueces de la Corte Suprema “encontraron que las evidencias no bastaban para condenar al narcotraficante y ordenaron su inmediata liberación”. Aunque en
definitiva “Mosca Loca” fue condenado a 20 años de prisión, el caso fue ilustrativo de un problema mayor. “Los escandalosos casos de ineficiencia judicial, el descarrío de la justicia y el
soborno de los magistrados contribuyeron a la caída precipitada del prestigio de la judicatura. […] la percepción de que los jueces estaban parcializados o sobornados por terroristas y
narcotraficantes detenidos exacerbaron el cinismo con respecto al poder judicial” (p. 421). El escándalo del contrato con la empresa española Guvarte, en el que estuvo involucrado el ministro
de Justicia Elías Laroza, resultó judicialmente inconducente cuando “Elías adquirió inmunidad parlamentaria tras ser elegido diputado en 1985.” (p. 422). Otros casos igualmente llamativos no
dieron lugar a procesamientos exitosos.
Durante el primer gobierno de Alan García (1980-1985), “El sistema de justicia mantuvo una decadencia que parecía
imparable. […] Muchos narcotraficantes operaban con virtual impunidad sobornando a los jueces, en tanto que los magistrados de Lima y provincias temían condenar a terroristas por miedo a
sufrir represalias.” (p. 428). El propio García se benefició de esta confluencia de incompetencia y falta de moralidad en el aparato de justicia. Cuando en 1991 el congreso decidió suspender
la inmunidad del ex presidente “y procesarle por enriquecimiento ilícito”, la Corte Suprema “rápidamente desestimó el caso por falta de evidencias e imprecisión de los cargos criminales” (p.
436). En 1995 se abrió un nuevo caso contra García: “conspiración para defraudar (colusión ilegal), tráfico de influencias (negociación incompatible), recepción de sobornos (cohecho pasivo) y
enriquecimiento ilícito.” (p. 437). El caso fue declarado prescrito y, gracias a esta declaración judicial, Alan García pudo volver a postular a la presidencia de la República y ser elegido
para un segundo periodo. Quiroz observa que los argumentos de la defensa de los procesados en estos casos “son muy parecidos a los que usaron virreyes y funcionarios coloniales cuando
enfrentaron a sus supuestos ‘enemigos’ y acusadores partidarios en los denominados juicios de residencia.” (p. 439).
A fines de los años ochenta ya había aparecido Vladimiro Montesinos como un exitoso defensor en el terreno judicial.
En 1988 obtuvo la absolución de sus defendidos en el caso del narcotraficante Reynaldo Rodríguez López, “el Padrino”. Su prestigio aumentó cuando logró la exoneración de su cliente, el
general José Valdivia, en el caso judicial por la masacre de campesinos de Cayara en 1988 (pp. 450-451). Al llegar al gobierno en 1990, de la mano de Alberto Fujimori, “Montesinos diseñó un
sistema integrado por jueces, fiscales, funcionarios de cárceles y oficiales de policía.” Con esa red “manipuló el aparato judicial para castigar e intimidar a los medios [de comunicación]
independientes” (pp. 454-455). Producido el autogolpe de 1992 y luego de la purga judicial dispuesta por la dictadura, “Para liderar este sistema judicial abierto a la prevaricación y [el]
cohecho, el juez Luis Serpa Segura fue nombrado presidente de la Corte Suprema, y la magistrada Blanca Nélida Colán fue designada fiscal de la Nación.” En las condiciones políticas creadas
por el golpe de Estado, el “embajador Anthony Quainton” consideró “que el ataque de Fujimori al poder judicial era una buena oportunidad para influir en materia de reformas favorables a los
intereses de Estados Unidos.” El embajador estadounidense no vaciló en reportar a Washington: “Perú está dirigiéndose en una dirección que es consistente con nuestros intereses de largo
plazo.” (pp. 461-462).
Los “asuntos sin investigar” que fueron denunciados crecieron en número e importancia; entre ellos, las denuncias de
Susana Higuchi sobre las ong de la familia Fujimori, “el saqueo de la caja de pensiones militar y policial, y la malversación de la compañía de seguros estatal Popular y Porvenir” (p. 465).
Paralelamente, “diversas acusaciones formales contra Montesinos” fueron desestimadas por la Fiscal de la Nación (pp. 475-476). Una poderosa organización de corrupción había penetrado el
sistema de justicia: “Los jueces de la Corte Suprema y de los juzgados superiores y provinciales conformaron una red de prevaricación y cohecho que otorgaba decisiones y sentencias a favor de
intereses privados y políticos protegidos por Montesinos. […] Desde su supuesta reforma en 1992, todo el sistema judicial estaba plagado de ‘innovaciones’ institucionales que servían como
incentivo para los jueces mediocres y corruptos, y como castigo para los honrados. Aproximadamente, cincuenta jueces de cortes superiores y provinciales colaboraron en la red judicial de
Montesinos.” (p. 475). En el famoso litigio en torno a la explotación minera de Yanacocha, Montesinos inclinó la balanza a favor de de Newmont-Buenaventura al inducir el voto del juez Jaime
Beltrán a cambio de ciertas ventajas. (p. 489).
El epílogo de esta historia lamentable es algo más honroso. El Poder Judicial peruano ha sido capaz, a partir del año
2001, de procesar a 1250 personas por la participación en la gigantesca red montada por Montesinos (p. 523). En abril de 2009 un tribunal de la Corte Suprema condenó a Alberto Fujimori a 25
años de prisión. Estos hitos, pese a algunas limitaciones importantes, no tienen precedente en la historia del país. Lo que es más difícil de afirmar –especialmente luego de mirar esta
historia ignominiosa de la justicia peruana– es si, en adelante, los jueces se demostrarán capaces de enfrentar el cáncer de la corrupción. Varios casos importantes –el del ex presidente
Toledo, entre ellos– están en la agenda judicial actual o próxima, como para testar la voluntad y la entereza de nuestros jueces.
Fuente: Revista Ideele